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CINES DE VERANO

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JOAQUÍN ARBIDE. 9 de julio de 2019.-

Durante las décadas de los 50 y 60, los cines de verano en Sevilla
fueron los paraísos nocturnos para luchar contra las temperaturas de la
inmisericorde canícula.

A nivel doméstico se habían utilizado todo tipo de inventos: colgar una sábana mojada de una cuerda en el dormitorio para humedecer el ambiente, dormir en la azotea, dar largos paseos en las
jardineras de los tranvías…

Durante el día, la Sevilla más popular e infantil, se desplazaba a la playa de “Maritrifulca”, río abajo a la Punta del Verde, donde el personal se refrescaba a base de sumergirse en una curiosa mezcla de tierra, lodo y agua…

Pero el cine se llevaba la palma. Era ese lugar de privilegio donde tomabas el fresco y cada uno podía hacer lo que quisiera: hablar, gritar, corretear por entre las sillas, comer, beber…

Lo de menos siempre fue la película. Solían ser de tiros, policíacas, del oeste o folklóricas, pero daba igual.

Aquellos cines normalmente estaban situados en solares de barrio. Pocos ocupaban superficies abiertas como los que se instalaron en el Prado de San Sebastián cuando todavía eran asentamiento de la Feria de Abril.

Su estructura interna quedaba dividida en tres espacios. El más delantero, el más pegado a la pantalla, era el más barato y solía estar ocupado por la chiquillería vocinglera que se sentaba normalmente en bancos corridos.

Una valla lo separaba del segundo espacio, el de la entrada más cara, con sillas de enea y, en algunos casos, butacas de madera o metálicas. Por fin, al fondo del todo, separada o no por vallas de la zona central, estaba la nevería, el bar, que en algunos casos las empresas los anunciaban como salectas, siempre con una barra, que solía quedar debajo de la cabina de proyección, y mesas para, simultanear el visionado de la película con la degustación del típico tomatito cortado a rodajas y aliñado con su ajito, su aceite, su vinagre y su sal por encima o las raciones de calamares fritos, unas veces más duros y otras, las menos, más blandos.

Aquellos palacios cinematográficos, rivalizaban entre sí con la rimbombancia de sus nombres: Avenida, Gran Vía, Arrayán, Emperador, San Sebastián, Ideal, Evangelista, Alfarería, San Telmo…

Alameda de Hercules

A ver quién era más importante…

Y los había verdaderamente coquetos y limpios. Paredes blanqueadas, grandes macetones, celosías y macetas colgadas de las paredes inspirados en los patios cordobeses.

Era todo un rito ir un día entresemana al cine y llegar lo más temprano posible, aún con el sol fuera.

Sacar la entrada por un pequeño ventanuco que te dificultaba el más mínimo diálogo con el taquillero/a y entrar cuando todavía un abuelete estaba regando con una sufrida manguera el suelo de albero para asentarlo y refrescar el ambiente. Aquel olor a macetas, mezclado con el de la tierra mojada y con el primer sorbo de cerveza fría recién salida del grifo, se convertía en un lujo y en la primera revancha contra una jornada que de nuevo había puesto a juego nuestra capacidad de aguante ante el termómetro.

Y a partir de ahí ya podía venir John Wayne o Joselito, el ruiseñor de las cumbres, que nos daba exactamente igual.

Pero los tiempos fueron cambiando y el evolucionismo pudo con una Sevilla, conservadora en su fuero interno, pero novelera a más no poder en el externo.

En los patios trianeros un vecino compraba “un tele” y allí se trasladaba el espíritu del cine al aire libre.

Los chiquillos, delante, sentados en el suelo. Los patriarcas en sus sillas, con la cerveza y los tomates. Por algún rincón la pareja de novios. Las abuelas con su vaso de la Casera. Un cable largo y allí estaba la pantalla, con lo que esa noche pusiese TVE, la única, en blanco y negro, ya podía ser Estudio 1, Escala en hi-fi o los muñecos de Erta Frankel.

Otro cambio que vino a influir en las costumbres y las estructuras económicas fue protagonizado por la llegada de la moda, fiebre y negocio de la construcción.

¿Qué podía tener que ver aquello con el cine? Pues claro que tenía que ver. Muy sencillo.

Porque poco a poco se fueron comprando los solares donde estaban los cines de verano para en ellos construir pisos…

Y entraron las máquinas que se encargaron, implacables, de llevarse por delante las paredes blanqueadas, el albero, las macetas y lo que fue peor: el grifo de cerveza.

Y así cayeron el Emperador, el Alfarería, el Gran Vía, el Avenida y muchos más…

Ahora, en sus correspondientes superficies, hay pisos, pisos y más pisos y cada uno de ellos tiene aire acondicionado, un plasma en el salón, una pantalla pequeña en el cuarto de los niños, un tablet, mil video juegos, refrescos, cervezas y tomates en el frigorífico…

¿Para qué van estas buenas gentes a necesitar un cine de verano? Ya, para nada…

Pero, en fin. Ellos se pierden el olor a macetas, a tierra recién regada, el primer buche frío de cerveza y, sobre todo, a John Wayne y a Joselito, el
ruiseñor de las cumbres…

De todos modos, aplaudo esos esfuerzos aislados de instituciones, comunidades de vecinos o simplemente aficionados, que reviven el fenómeno social y cultural que siempre fue el cine de verano en cualquier rincón de nuestra Sevilla. Gracias.

El cine y la noche serán siempre dos buenos aliados para la gente sensible y para el desarrollo de la fantasía…

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